testimonios

Lucia, 42 años, Santander.

En febrero de 2024, me diagnosticaron dos síndromes compresivos vasculares: Wilkie y Cascanueces, tras realizarme un TAC con contraste. Jamás pensé que lo más difícil de estas enfermedades crónicas sería el trato recibido por parte de muchos profesionales del hospital, quienes deberían haberse encargado de tratarlas. Nunca imaginé que, por ser enfermedades raras, lo peor no sería no saber cómo tratarlas o curarlas, sino enfrentar la negación y la falta de empatía por parte de algunos profesionales, quienes incluso han empleado el fenómeno de gaslighting médico.

Llevaba años sintiéndome mal: agotada, con mareos, dolores articulares y de cabeza. Pasé mucho tiempo en reumatología, en estudio por posibles enfermedades autoinmunes, pero no se llegó a ninguna conclusión relevante. Luego aparecieron los dolores digestivos, que inicialmente se atribuyeron a un virus persistente. Después, me dijeron que podía deberse al síndrome de Gilbert, que también padezco, aunque el dolor continuaba aumentando. En tan solo seis meses, mi peso cayó de 42 a 37 kilos.

Debido a mis constantes quejas por dolor, mareos, agotamiento y vómitos de bilis, fui enviada a Medicina Interna quién rápidamente dio con el diagnóstico correcto, confirmado por el TAC. Sin embargo, desde entonces, he recibido de muchos profesionales del hospital respuestas cargadas de negación, falta de empatía, desprecio, contradicciones y errores en las pruebas. Si alguien me contara lo que he vivido, me costaría creerlo. En cambio, en el ambulatorio, he recibido un trato muy distinto; recuerdo especialmente a una profesional que me dijo: “Lo siento, es una faena”. Solo esas palabras me ayudaron enormemente.

Entiendo que en este momento no haya cura para estas enfermedades, pero eso debería ser motivo suficiente para que se trate a los pacientes con amabilidad y empatía. Llevo un año sufriendo dolor estomacal constante, los siete días de la semana, junto con mareos, inestabilidad, taquicardias, agotamiento y vómitos de bilis. En los últimos meses, se ha sumado dolor en la zona lumbar, el sacro y las piernas. El dolor es tan intenso que ni los opiáceos, incluso en dosis altas y combinados con otras medicinas, ni las inyecciones que me administran en urgencias logran aliviarlo. Vivo cada día sintiéndome enferma, sin esperanza de mejora, y voy al hospital con ansiedad, por miedo a su trato.

Tener estas enfermedades significa no poder llevar una vida ni remotamente normal. Todos los días me retuerzo de dolor durante horas, esperando que disminuya, mientras lidio con mareos, inestabilidad y taquicardias, vómitos, etc. No puedo realizar ningún esfuerzo físico y estoy agotada, como si hubiera corrido una maratón cada día. Actualmente, estoy de baja laboral y cada vez más desesperanzada de poder recuperar mi vida, ya que es una condición crónica que no me da ni un solo día bueno.

Sería muy importante que se comprendiera lo incapacitantes y duras que son estas enfermedades, y que se reconozca el impacto que tienen en quienes las padecemos.